Las fiestas de la Santa Cruz
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Si la cofradía penitencial de las Angustias celebraba con extraordinaria pompa su fiesta de la Alegría, venía a renglón seguido la de la Vera Cruz, y en noble emulación organizaba otra con mayores alicientes. Tenía medios sobrados para hacerlo: sumas crecidas en sus arcas y mayordomos con gusto y rumbo para dar desusada solemnidad… |
Las Fiestas de la Santa Cruz
Si la cofradía penitencial de las Angustias celebraba con extraordinaria pompa su fiesta de la Alegría, venía a renglón seguido la de la Vera Cruz, y en noble emulación organizaba otra con mayores alicientes. Tenía medios sobrados para hacerlo: sumas crecidas en sus arcas y mayordomos con gusto y rumbo para dar desusada solemnidad. El año de 1650, servia el cargo de hermano mayor, Juan Cortés, platero, y según rezan viejos papeles, el artista dióse buena maña para organizar los regocijos que habían de servir como marco y guarnición a la solemne función religiosa.
Si los preparativos de la víspera dan la medida exacta de la calidad del Santo, por el aparato y ruido con que era anunciada, no cabía la menor duda que se trataba de uno de los de primera categoría. Desde las primeras horas, ocho danzantes de la aldea de San Miguel, tierra de Portillo, ataviados con vistosas libreas, calzón corto, medias verdes listadas de rojo y zapatos nuevos, recorrían las principales ruas, haciendo mil reverencias y cabriolas al compás de las notas alegres de un tamboril aldeano. No faltaba en la comparsa, el mozalbete avispado que recitara con garbo algún romance escrito por un poeta de la ciudad.
Por la noche, era una maravilla ver la fachada del templo cubierta con numerosas luminarias: lamparitas de barro llenas de aceite colocadas con singular acierto siguiendo los principales ornatos. Todo el gran pórtico -severo y noble- trazado por Diego de Praves, discípulo de Herrera, parecía un ascua que hacíase gozar desde el Ochavo.
El día de la Cruz los regocijos llegaban a su máximo apogeo. Por la tarde, después de la procesión en la Piaza Mayor, vestida con las mejores galas, tenía lugar la corrida de toros y los fuegos de artificio. Una escritura de concierto nos da curiosos detalles del número, calidad y precio de las reses que habían de ser lidiadas en el improvisado circo. Nada menos y nada más que catorce toros de los mejores, de cinco a seis años y de quinientos reales por cabeza, que la cofradía había de pagar en buena moneda, una vez encerrados en el toril de la calle de Santiago.
En el centro de la plaza, levantó el ensamblador Alonso de Villota un templete de esbeltas columnas que servia a manera de trono a la figura del dios Faetón sentado en su carro de fuego. Para darle mayor apariencia de realidad, Manuel de Zamora, maestro de Ingenios de fuego y fabricante de pólvora, cubrió el templete y figuras con infinitas luces y truenos. “En el carro que a de fijar encima de la nube –declara el documento– a de poner seis jirandolas y quatro ruedas de ocho tiempos cada una. Yten en los caballos que an de tirar el dicho carro an de poner veinte y quatro alcancias doce en cada uno y treinta truenos. Yten en la figura de faetón que a de estar dentro de dicho carro a de poner treinta alcancias y doce truenos grandes. Yten cien truenos pequeños. Yten doce luces de trueno en el sol de la cabeza. Yten cada una de las dichas jirandolas a de tener veinte y quatro quetes“.
Quemábase tan raro artificio a punto de cerrar la noche. En verdad debía de ser una de las más alegres vistas que se pudiera imaginar. En aquel momento la fábula tomaba apariencias de realidad, el dios Faetón, vestido como un emperador romano en su carro de fuego, marchaba velozmente dejando en el Cielo una estela de luz… Según el mito corintio, los puntitos luminosos de la Vía Láctea.