Semana Santa: Jesús sufre y muere por salvarnos
«Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). El Hijo eterno de Dios, que asumió nuestra naturaleza humana por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, se hizo «obediente al Padre hasta la muerte y muerte de cruz» (cf. Flp 2, 8) para la salvación del mundo. La Iglesia medita cada día el gran misterio de la encarnación salvífica y de la muerte redentora del Hijo de Dios, inmolado por nosotros en la cruz.
En la oscuridad del atardecer ya avanzado, hemos venido aquí, al Coliseo, para recorrer, mediante el piadoso ejercicio del Vía crucis, las etapas del camino doloroso de Cristo hasta el dramático epílogo de su muerte.
Subir espiritualmente al Gólgota, donde Jesús fue crucificado y entregó su espíritu, tiene un valor muy significativo entre estas ruinas de la Roma imperial, especialmente en este lugar vinculado al sacrificio de tantos mártires cristianos.
2. Nuestra mente, en este momento, recorre con la memoria todo lo que narra la antigua historia sagrada, para encontrar en ella las profecías y los anuncios de la muerte del Señor. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, el camino de Abraham hacia el monte Moria? Es justo recordar a este gran patriarca, que san Pablo presenta como «padre de todos los creyentes» (cf. Rm 4, 11-12). El es el depositario de las promesas divinas de la antigua alianza y sus vicisitudes humanas prefiguran también momentos de la pasión de Jesús.
Al monte Moria (cf. Gn 22, 2), que simboliza el monte en el que el Hijo del hombre moriría en cruz, Abraham subió con su hijo Isaac, el hijo de la promesa para ofrecerlo como holocausto. Dios le había pedido el sacrificio del hijo único que había esperado tanto tiempo y con una esperanza siempre viva. Abraham, en el momento de inmolarlo es, en cierto modo, «obediente hasta la muerte»: muerte del hijo y muerte espiritual del padre.
Este gesto, aunque sea sólo una prueba de obediencia y fidelidad ya que el ángel del Señor detuvo la mano del patriarca y no permitió que Isaac fuera inmolado (cf. Gn 22, 12-13), es un anuncio elocuente del sacrificio definitivo de Jesús.
3. Dice el evangelista Juan: el Padre eterno tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único (cf. Jn 3, 16). Lo comenta el apóstol Pablo: el Hijo se hizo «obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). El ángel no detuvo la mano de los verdugos al sacrificar al Hijo de Dios.
Y sin embargo en Getsemaní el Hijo había orado para que, si era posible, pasara el cáliz de la pasión, aunque expresando enseguida su plena disponibilidad a que se cumpliera la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 39). Obediente por amor a nosotros, el Hijo se ofreció en sacrificio, llevando a término la obra de la redención. Hoy todos somos testigos de este misterio desconcertante.
4. Permanezcamos en silencio sobre el Gólgota. Al pie de la cruz está María, Mater dolorosa, con el corazón destrozado por los dolores, pero dispuesta a aceptar la muerte del Hijo. La Madre dolorosa reconoce y acoge en el holocausto de Jesús la voluntad del Padre para la redención del mundo. De ella nos dice el concilio Vaticano II: «Avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19, 25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. (]n 19, 26-27)» (Lumen gentium, 58).
María nos fue dada como Madre a todos los llamados a seguir fielmente los pasos de su Hijo, que por nosotros se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz: «Christus factus est pro nobis oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis» (Antífona de la Semana santa; cf. Flp 2, 8).
5. Ya es de noche. Contemplando a Cristo muerto en la cruz, pienso en tantas injusticias y sufrimientos que prolongan su pasión en todos los rincones de la tierra. Pienso en los lugares donde el hombre es ofendido y humillado, maltratado y explotado. En cada persona herida por el odio y la violencia, o marginada por el egoísmo y la indiferencia, Cristo sigue sufriendo y muriendo. En los rostros de los «derrotados en la vida» se dibujan las facciones del rostro de Cristo que muere en la cruz. Ave, crux, spes unica! De la cruz brota también hoy la esperanza para todos.
Hombres y mujeres de nuestro tiempo, dirigid la mirada hacia el crucificado. Por amor él dio su vida por nosotros. Fiel y dócil a la voluntad del Padre, es ejemplo y aliento para nosotros. Precisamente por esta obediencia filial, el Padre «lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9).
Que toda lengua proclame que «Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).